con
la tendencia de los nobles y los burgueses (clase social en ascenso
gracias a la gradual consolidación del sistema capitalista)
a distinguirse de los villanos, separando sus costumbres, fiestas,
juegos, vestimenta y alimentación. Antes de esta “distinción”,
los mismos juegos eran comunes a todas las edades y a todas las
condiciones sociales, porque las diversiones eran un medio para
estrechar sus vínculos colectivos y expresaban la vitalidad
de la comunidad; pero cuando nobles y burgueses comenzaron a distinguirse
en juegos como el Torneo donde sólo podían participar
caballeros, los niños y los villanos quedaron fuera. Puede
verse que al mismo tiempo cesó la antigua comunidad de juegos
entre niños y adultos, y entre el pueblo y la burguesía,
lo que según Ariés (1973: 142) permite vislumbrar
una relación entre la aparición del sentimiento de
la infancia y del sentimiento de clase. Otro ejemplo lo encontramos
en la vestimenta, pues antiguamente cuando el niño dejaba
de usar los pañales, se le vestía como a los demás
hombres y mujeres de su condición, pero a partir del siglo
XVII, el niño noble y burgués, comenzó a usar
un traje exclusivo que lo distinguía de los adultos. Por
su parte, los niños campesinos y artesanos continuaron conservando
el antiguo género de vida que no los separaba de los adultos
ni por el juego, el vestido ó el trabajo. La aparición
de la infancia modificó las formas de criar a los niños
burgueses, pues antes, criarlos era hacerlos partícipes de
la vida cotidiana de la comunidad, pero a partir de la “distinción”,
criarlos se volvió un asunto privado. Esos niños dejaron
de ser hijos de la colectividad para convertirse en propiedad de
sus padres.
Moralización
del infante inocente.
En los siglos XVI y XVII el sentimiento de la infancia se destacó
por el mimoseo (Ariés, 1973: 180) en el que el niño
se convirtió, por su ingenuidad y desparpajo, en una fuente
de esparcimiento principalmente para las madres y nodrizas. Hasta
el siglo XVI, los adultos se permitían frases licenciosas,
acciones y situaciones escabrosas delante de los niños, que
lo oían y veían todo. Esta indiferencia moral de la
mayoría y la intolerancia de una élite educadora coexistieron
durante mucho tiempo, pero durante los siglos XVII y XVIII, la iglesia
junto a laicos partidarios del rigor y el orden, se esforzaron en
civilizar las costumbres primitivas de una masa salvaje, dando paso
a una renovación religiosa y moral que disciplinó
a la sociedad aburguesada de los siglos XVIII y XIX. Su discurso
moral impuso la noción de la inocencia infantil, permitiendo
la aparición de un sentimiento nuevo hacia la infancia: el
interés en preservar su moralidad y en educarlo.
El movimiento moralista prohibía poner en manos de los niños
libros equívocos, fomentando por el contrario, la lectura
de libros de urbanidad y de catecismo. Existía además,
una literatura pedagógica para uso de los padres y educadores,
escrita en los siglos XVI y XVII por moralistas y pedagogos, llena
de observaciones psicológicas que se esforzaban en penetrar
la mentalidad de los niños para adaptar a su nivel los métodos
de educación, con la finalidad de desarrollar en ellos la
razón aún frágil, que los convertiría
en hombres razonables y cristianos. Tales pedagogías argumentaban
que cada paso en la evolución del niño parecía
depender del desarrollo de su razón, por lo que al niño
se le consideró un ser razonable. Los estudios sobre el comportamiento
sexual de los niños permitió a los confesores preservar
a la infancia inocente del peligro del pecado, despertando en sus
pequeños penitentes el sentimiento de culpabilidad moderno,
que transformó al siglo XIX en una sociedad de
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