dominante que se encargue de hacerlo (Weber, 1996: 171), lo que no le quita el entorno moderno porque el Estado sólo define al poder, no a la organización ni al desarrollo de la sociedad. La multiplicidad de fenómenos culturales, a pesar de su heterogeneidad, responden a una nota común, la racionalidad, que es en realidad una forma de racionalizar la vida, como modalidad propia de occidente. En la vida moderna toda acción lleva una dosis de racionalidad, de hecho lo que separa al mundo moderno del tradicional es que en aquél se desarrollan más acciones que exigen de un nivel racional, dada la complejidad de las relaciones sociales, la conflictividad de las mismas y la idea de progreso, que es inmanente al mundo moderno. Dos aclaraciones derivan de lo anterior, 1) La idea de progreso no significa que la humanidad avance hacia una situación de armonía y reciprocidad universales, por el contrario, el desarrollo técnico que los hombres tienen que conocer cada vez mejor y que les exige esas acciones racionales, presupone que los riesgos que enfrentan son cada vez mayores. Conforme la técnica avanza, crece la posibilidad de superar problemas sociales tradicionales, pero aún más aumenta la capacidad de dominación y destrucción de los mismos hombres. 2) La racionalidad no le pertenece exclusivamente a la sociedad moderna, también el sistema tradicional tiene tanta razón como el desarrollo técnico en su forma de organizarse y en lo que a previsión concierne (Serrano, 1994: 177). Por ejemplo, en el sistema tradicional, una generación sabe con bastante aproximación como se comportará la siguiente, aunque su respuesta no se sostenga en una comprobación científica, pero lo ha observado por generaciones y ha transmitido la información. De la misma forma, la creciente racionalización de la modernidad no necesariamente hizo a los hombres más pacíficos, tolerantes y morales. Los problemas de inseguridad y violencia son tanto o más graves que en siglos anteriores al capitalismo, ni podemos decir que un criminal que se organiza racionalmente sea menos culpable que un asesino de una sociedad tradicional (Freund, 1986: 18). El hombre moderno por más racionalizado que sea, sabe que vive en lo incierto, en lo provisional y lo peor, no es feliz. La felicidad la puede tener al alcance de la mano, pero no termina por obtenerla, siempre le hace falta algo que no alcanza y le provoca sufrimiento porque invariablemente queda para mañana, por eso se encuentra inmerso en un movimiento que por un lado, no deja de maravillarle dadas sus diversas expectativas, pero que por otro lado, le otorga nuevas promesas, que debe luchar por cumplir. La racionalización tiene entonces un carácter utopista, porque si el hombre no alcanza la felicidad, sabe que ha hecho lo suficiente para que sus hijos si puedan ser felices, al igual que sus nietos. Esa es la “bondad” de la racionalidad, la de mantener la esperanza porque se puso el empeño en la acción, que puede haber tenido una interpretación crítica, ya que por otro lado y de manera general, lo que la instrumentación de la vida moderna provocó es el desencanto del mundo, pues aparte del pesimismo señalado, el hombre dejó de creer en lo sagrado, lo mágico y lo profético que era característico del mundo tradicional. La realidad se volvió triste, aburrida y utilitaria dejando un vacío que el individuo intenta llenar con sucedáneos que sólo le provean de satisfacción provisional. En buena medida ese decaímiento del mundo tradicional se debe a un paulatino proceso de secularización en el que se ha desacralizado la interacción cotidiana, que fue acentuando la individuación, en el que imperan rasgos egoístas y racionales y que omitió la acción colectivista (tradicional). El catolicismo predomina todavía ahora, en el último censo se manifestó el 92 % de la población de la ciudad como profesante de esa religión, que en buena medida es la que ha permeado el orden y el control. La ciudad sigue siendo conservadora, al grado que tanto las familias como los líderes sociales prefieren detenerse a pensar en que medida afectan a la sociedad si se enfrentan públicamente con otro actor. No obstante, ya no tienen de que detenerse si los están vigilando, es más bien la respuesta a sí mismos la que los detiene, cómo el hecho de pensar si lo que hicieron o no sea bueno, cual si fuera condición moral. Lo cual puede también responder a un patrón de comportamiento en el cual el respeto al orden es todavía superior al de la autoridad. El caso es que aunque poco se ha roto la barrera de lo impositivo, ya no se manifiesta de manera aislada, sino como proceso continuo. Entre los colonos populares que exigen regularización de predios y vivienda, el ejemplo es singular, las colonias obreras surgen en Querétaro en los años 60 y se construyen fuera de la zona urbana, más bien en la zona industrial, cercanas a las fábricas. Dada esa nueva demanda de vivienda, en la segunda mitad de los 70 se empieza a ampliar la zona urbana en la parte intermedia con las zonas industriales, lo que hace que el primer casco de la ciudad se extienda. Es en los 80 que su volumen se empieza a extender, principalmente hacia el sur poniente, con una colonia popular, del tamaño de otra ciudad, Lomas de Casablanca, pero hasta los 90 con la reforma al artículo 27 constitucional, que se libera la propiedad ejidal que surgen colonias en todos los rumbos de la ciudad. La nueva ciudad. La ciudad de Querétaro del nuevo milenio no es una ciudad triste, aburrida y utilitaria, pero si es la ciudad donde la expectativa de lo hecho y lo triunfante ha empezado a quedar de lado y deja su lugar a lo utópico. En los años 90 la tranquilidad no cesa, pero el ruido empieza a crecer, los queretanos empiezan a referirse a su ciudad como lo que era, y los nuevos queretanos (universitarios, migrantes, colonos, profesionistas) vislumbran una ciudad diferente, apropiada para ellos, todavía estable pero nueva, algo local pero metropolitana, no tan grande pero anónima, es decir, una ciudad libre de jerarquías, donde se empieza a vivir creando juegos, donde se tienen que tomar acuerdos porque las cosas no están decididas, donde los conflictos recrean los elementos simbólicos y las nuevas formas de organización, donde los gobernantes ya no pueden ser reconocidos por acabar con los perros callejeros, ni cerrando las universidades. Los movimientos sociales acompañaron ese proceso, o lo definían o eran definidos por él: los colonos populares lograron una movilización independiente, integrando la participación de diversas colonias, no necesariamente ligadas a las fábricas; los indígenas nahños asumieron una postura de reivindicación que moviliza demandas de sus comunidades de Amealco a la capital del estado; el magisterio presentó posiciones de izquierda sindical que empezaron a incidir en la democratización del sector; los ambulantes iniciaron una desincorporación agrupándose en la oposición partidista; los asuntos correspondientes a derechos humanos, ambientalismo y género comenzaron a lograr espacios en medios y a tener una mínima aceptación en la opinión pública. No eran las primeras manifestaciones, diez años antes estudiantes universitarios y normalistas exigían la democratización de sus instituciones, dando lugar al movimiento estudiantil local. Los años posteriores, ya entrados los 90, limaron el proceso: la enorme protesta de los deudores de los distintos tipos de créditos bancarios, a raíz de la devaluación Opinión de algunos queretanos sobre lo que debía hacer el gobernante que ganará las elecciones siguientes para empezar a poner orden en la ciudad. La opinión dejaba ver el recelo con un gobernador de que no se notaban sus acciones. Encuesta realizada en 1989 por la carrera de Sociología.
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