sostener un centro de salud sin parangón en la Argentina del 1804, cuando era inexistente desde el punto de vista político. La clínica sería la utópica institución que enarbolaría la bandera de la “civilidad” en contra de cualquier “barbarie” comparable con la que se trataba a los "enfermos del ama". El doctor Weiss delega el cometido de la empresa en su discípulo, con una clara intención iniciática. Sin embargo, este joven necesita un modelo para cumplirla y cree encontrar su inspiración en la “cuarta bucólica virgiliana”. Con heroicidad libresca, trata de sortear los peligros reales del camino y los no menos supuestos de la enajenación. Sus cinco “locos” son perfectos dramatis personae que representan, en primera instancia, disturbios de personalidad como "frenitis, manía y melancolía", según la nomenclatura que todavía privaba en esa época. Mas simbólicamente, los actores connotan los deseos inconfesos entre la sexualidad, el poder y el conocimiento humanos (Sarlo, 1997); los cuerpos son signos tan expresivos como cualquier lenguaje (Lakoff y Jonson, 2001). Las interrogantes ante la incomprensión del acontecer humano se fraguan en cada uno de estos cuerpos quebradizos que ocupan un lugar intermedio entre lo familiar y lo desconocido.

En aras de “reconocimiento”, la descripción de Real destaca ciertos perfiles: Prudencio Parra, el “filósofo” adolescente, yace en su cama a causa de un sentido "excesivo del deber" , según se diagnostica al traducir como síntomas las disertaciones orales, que al igual que su escritura y sus emociones tienden a desaparecer. El joven Parra se traslada paulatinamente de la afectuosidad a la indiferencia, a la rigidez del cuerpo en donde sólo sobresale su puño izquierdo siempre cerrado, como si quisiera apresar el poco mundo que le queda. Sor Teresita, es el típico caso "místico-sexual" cuya propensión literaria la hace redactar un enrevesado, "Manual de amores"; el lector puede percibir en el "guiño" la mención a Teresa de Ávila. Troncoso es el paciente rico de Córdoba que "disimula" su locura con peroratas filosóficas surgidas de sus fingidas lecturas. Los otros dos pacientes son los hermanos Verde y Verdecito, del primero se enfatiza su "asedio verbal" y del segundo "la perversión del uso de la palabra”.

El relato enmarcado que cuenta estas aventuras parodia la escritura de unas Memorias que el doctor Real decide escribir treinta años después, cuando es subdirector del hospital en Rennes. Tales memorias, se convierten, andando el tiempo, en un “objeto narrativo” que viene a ser el blanco de pesquisa literaria de tres conocidos personajes saereanos (Pichón, Tomatis y Soldi). Las Memorias, supuestamente escritas por Real, se convierten en el manuscrito que una vieja nonagenaria confía a Soldi quien se lo envía al colega Tomatis y éste desde Argentina a París, a su caro amigo Pichón.

Esta nueva delegación, de la empresa y del manuscrito, repite la tradición literaria del "manuscrito hallado", mismo que en la mente de Pichón cumplirá el periplo contrario: de París a Argentina. La delegación de la narración (Gambetta, 1998) y del relato, es una puesta en abismo que comienza en el presente y que no se agota en el pasado más lejano de la historiografía cultural y literaria en la eterna pesquisa por cierto objeto narrativo.

Las nubes, congruente con la tradición del “manuscrito hallado”, comienza en presente para considerar la paternidad y las relaciones y funciones comunicativas del espacio escriturario. Así pues, los lectores reencuentran en un presente mediato y actual, al amigo Pichón (Garay) aguardando la noche, dispuesto a leer ese misterioso manuscrito en espera de su dictamen. El narrador comenta que Pichón es profesor de literatura, que goza de unos días de asueto y que espera la visita de Tomatis. Pichón estaba ya intrigado por una previa plática telefónica con aquel amigo, quien lo alerta acerca del manuscrito con sus clásicas reconvenciones y misterios alrededor de cualquier escrito. Dada su experiencia como lector y escritor, recurren a Pichón para que desentrañe la "autenticidad" de tal documento. El escrito le llega, pero en un soporte actualizado, está grabado en un disquete, que de inmediato renueva una tradición, la del dísquet trouvé (González, 1998). El soporte es, irónicamente hablando, una auténtica narración objeto, un disco-espacio, que contiene un relato que puede leerse, pero también alterarse. El disco es, por analogía, una nueva forma de delegación que no se circunscribe a la narración dentro de la narración o a la historia dentro de la historia, sino, precisamente, al soporte-objeto, a la materialidad de la escritura. Del manuscrito supuestamente escrito por Real, a la posesión de la nonagenaria, a la revisión y notas de Soldi, a la mención de Tomatis, a la lectura y virtual dictamen de Pichón, se suma el presumible acto de lectura del lector implícito, en donde la puesta en abismo o el narrar y el reflexionar sobre el acto narrativo, vuelve a eslabonar el camino de ida y vuelta, del presente al pasado y del pasado al presente.

Ante la mirada dispuesta de Pichón frente al monitor de su computadora se comienza, literalmente, a abrir un texto, y con él las frases, los párrafos, las páginas, el espacio memorioso que rompe el velo estival parisino para trasladarse (y trasladarnos) al encuentro de otro verano en el pasado argentino, de esa tierra de historias, de ficciones, de experiencia y de infancia que el alterego de Saer añora. La lectura y la escritura de la ficción son alterables y alternables como el texto en el disquete. La anécdota que enmarca y la historia enmarcada ubican los contrastes espaciales y temporales de estos dos seres, Pichón y Real, en una fábula que convierte a uno en el creador virtual y a otro en el personaje-escritor del mismo texto. En la intersección de ambos el lector implícito mantiene la expectativa de ambos.

De aquí que sea válido confirmar que Saer no sólo piensa en la pesquisa del escritor en pos de un objeto narrativo, sino también en la pesquisa del lector. El virtual lector repasa las huellas de una narración que más que ofrecer respuestas, le formula preguntas que no había considerado, o acaso que se fraguaban en algún espacio perceptible pero tan indeterminado como la alegórica presencia de las nubes. Unas nubes que en el ancho espacio de la desierta llanura, contempla el desolado doctor Real y que sugieren el título de sus Memorias y de la novela:


"Por fin, una tarde, las nubes empezaron a llegar. Como era temprano todavía, las primeras eran grandes y muy blancas, con los bordes festoneados en ondas, y cuando pasaban demasiado bajas, su propia sombra las oscurecía en la cara inferior, visible desde la tierra (...) Aunque todas eras semejantes, no existían, ni habían existido desde los orígenes del mundo, ni existirían tampoco hasta el fin inconcebible del tiempo, dos que fuesen idénticas, y a causa de las formas diversas que adoptaban, de las figuras reconocibles que representaban y que iban deshaciéndose poco a poco, hasta no parecerse ya a nada e incluso asumir una forma contradictoria con la que habían tomado un momento antes, se me antojaban de una esencia semejante a la del acontecer, que va desenvolviéndose en el tiempo igual a ellas, con la misma familiaridad extraña de las cosas que, en el instante mismo en que suceden, se esfuman en ese lugar que nunca nadie visitó, y al que llamamos el pasado" (170-171).
El relato de la imagen de estas nubes enfatiza, poética e irónicamente, la ambigüedad de un texto originario como una empresa condenada o placentera de la diferencia en la repetición de lo conocido.

Continúa...